VII

La elegante residencia del profesor Dr. Johanes Mertin, estaba profusamente iluminada. En el salón de fumar estaban sentados algunos ilustres profesores de diferentes facultades y entre ellos había animadísimo cambio de opiniones, notándose la natural impaciencia con que era aguardada la llegada del Cónsul Rasmussen, de quien el colega Mertin había narrado cosas tan raras, tan sumamente admirables e interesantes.

La hija única del profesor enviudado, junto con la dama de compañía, que era ya entrada en años, revisó una vez más la mesa, ordenó a la criada algunas frutas, pasó la servilleta por encima de una copa que no le pareció suficientemente limpia, dio a los floreros colocación adecuada, y una vez todo en su lugar, se fue de un cuarto a otro, deteniéndose ante un antiguo espejo sumamente valioso, que reflejó su fresca y juvenil figura en toda su radiante belleza.

Con íntima satisfacción miróse en sus grandes ojos castaños, que circundados por unas pestañas grandes y oscuras tenían... algo que atraía. humedecióse el dedo corazón con la lengua y lo pasó varias veces por sobre sus cejas. Su graciosísima nariz algo chatita y los pícaros hoyuelos de la barbilla y mejillas, descubrieron su veleidoso carácter. No se podía imaginar cuadro más bello que esta fresca flor humana, encarnada en jovencita tan graciosa. El ligero vestido de baile, amarillo dorado, ricamente guarnecido con valiosos encajes sostenidos por un cinturón de seda, con rosas encarnadas, hacía resaltar deliciosamente su interesante hermosura.

De pronto echó la cabeza osadamente hacia atrás y riendo burlonamente dijo:

—Así ya le gustaré.

—¿A quién? ¿Al mago Rasmussen, quizás? —preguntó un joven que la observaba desde la puerta.

—¡Vaya, Juan! —repuso sobrecogida Elfrida; y, contrariada, rápidamente quiso escaparse de su primo Juan de Reichenau. Pero éste le cerró el paso.

—¡Ah, ya! ¡Esto quisieras! Pero primero hay que dar contestación, hijita—hostigándola riendo el joven—. Vamos a ver, pues —¿a quién quieres gustar? —Al viejo señor Rasmussen no ha de ser seguramente. Dime, pues: ¿quién es el afortunado a quien quieres cautivar?

—Vamos, a ti seguramente que no— repúsole ella aun algo enojada.

—Bien; esto ya lo sé desde hace mucho tiempo, y no tenías necesidad de decírmelo siquiera. Pero ¿quién es el falso? O, más bien dicho, ¿el infeliz a quien quieres gustar? Ya puedes decírmelo.

—Esto a ti no te importa.

—Pues entonces, no me lo digas, diablillo. A mí, después de todo me es completamente igual. Por mi parte, hasta puedes querer gustar al mago, pues éste puede rejuvenecerse, como Fausto, y entonces tú serás Margarita.

Pero, ¿sabes...? —continuó, después de una breve pausa, en que la estuvo contemplando con ojos ardientes—. No dejas de ser una linda prima. No hay que darle vueltas. Linda, para comerte. Aun el más envidioso tendría que confesarlo.

—No me detengas, Juan. Déjame el paso libre, tengo que hacer —insistió ella—.

¡Pronto! ¡Quiero pasar!.Le dio un suave empujón, pero Juan no se movió. Soltó una alegre carcajada y por de pronto aun no la dejó pasar.

Entonces enfurecióse Elfrida nuevamente:

—Te vuelves insoportable, Juan.

—Vamos, si me vuelvo es que aun no lo soy. Gracias a Dios —repuso él osadamente.

—Pero, Juan, ¿no oyes que quiero pasar? —repitió ella, enojada.

—Así, así está bien. Así me gustas, Elfridita. Ahora vete.

Juan se retiró a un lado. Llena de indignación por su comportamiento, ella no se dignó dirigirle una mirada más, y quiso salir del cuarto. Pero, de repente, se de tuvo, pensativa; volvióse hacia su primo, y le preguntó, breve, con una entonación forzadamente amable:

—Tú, dime: ¿conoces a Bernardo Reiman?

—¡Ya! ¡Ya di en el clavo! ¿Es cierto que quieres gustar a Bernardo?

Luego levantó el dedo hasta la frente y repitió dos veces reflexivo: —¿Reiman? ¿Bernardo Reiman?

¡Ah, ya! ¡Justo. Sí le conozco. Dicen que es un verdadero ratón de biblioteca. Él es también quien mejor conoce a este señor Rasmussen. Ahora comprendo. Por eso viene esta noche aquí.

—¿Sí...? —preguntó ella reflexionando. Pero luego, como si quisiera dar otro giro a la conversación, preguntó él: —¿Quién viene además esta noche?

—No lo sé, Juan. La señora Grünfeld, nuestra nueva ama de llaves, me dijo que hoy vendrían más visitas que de costumbre.

En este momento se abrió la puerta entró el profesor Juan Mertin con otros señores.

Los dos jóvenes se callaron en el acto y se volvieron.

—Papá, eres tú —exclamó Elfrida; y radiante de alegría corrió presurosa hacia él, abrazándolo e imprimiendo un beso en su mejilla, sin poner atención en los señores que con él habían llegado. A cada uno de éstos, parecióle como si un alegre pajarillo volase en medio de su corazón. Tanto se alegraron de la natural desenvoltura de la joven, que, sin poder retener su alegría, estallaron en ruidosa risa.

—Esto sí que lo acepto; ser sorprendido por una hijita tan encantadora —dijo, sonriendo complacido, el viejo solterón, profesor Mahlzahn, y fiscalizando a través de sus gafas de oro.

—Colega, tuya es la culpa si ahora tienes que que darte mirando cuando se besa — bromeó su amigo, el consejero Schilling—. Si te hubieses casado, habría quizás seis hijos, posiblemente hasta nietos, que se te echarían uno tras uno al cuello, y besarían tu calva.

Todos se miraron unos a otros. El profesor Mahlzahn, apenado, murmuró algo entre dientes, y ya quería contestar con una réplica; cuando la señora Grünfeld anunció la llegada del señor Rasmussen.

Todos se miraron unos a otros. el profesor Mertin dijo:

—¡Ah, ya está allí!

Abrió la puerta que daba al salón, y suplicó a los señores que pasaran. En el mismo momento entró Rasmussen por la puerta principal, acompañado de Bernardo Reiman. El joven candidato de medicina fue el primero en presentarse al viejo profesor.

tendiéndole la mano, dijo, con una reverencia:

—Buenas noches, Maestro.

—Buenas noches, señor Reiman.

Luego, colocándose entre Rasmussen y el profesor:

—Permitan los señores que los presente... El señor Cónsul Rasmussen... El señor Mertin.

Enseguida fueron presentados los demás señores, y el profesor rogó a todos que tomaran asiento.

Después de su regreso de Hamburgo, Bernardo había contado las cosas más admirables de Rasmussen y ante el profesor Mertin había sostenido que el Rosa-Cruz era un verdadero y efectivo mago. Afirmaba haber visto en Hamburgo con sus propios ojos, como había derretido plomo, que luego transformó en oro. Aseguraba que debía tener conocimientos extraños y que disponía de fuerzas que nadie conocía.

Entre los profesores de la Universidad, la anunciada visita de Rasmussen había constituido la conversación de todos los días y toda la curiosidad iba dirigida de pronto hacia las fuerzas ocultas del cónsul. Sin embargo, al profesor no le pareció lícito abordarle enseguida a boca de jarro y pedirle inmediatamente una repetición del enigmático experimento. Más bien se propuso conquistarse indirectamente el favor de tan curiosa personalidad. Como Rasmussen sabía que Mertin había sido profesor de Bernardo, comenzó a hablar sobre medicina. Mertin le informó:

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