XV

Entretanto, Bernardo había hecho una visita a Elsa. Quería exponerle aun antes de su examen el propósito suyo de emprender un viaje a España. Ya en otras ocasiones habían hablado con Elsa de este proyectado viaje que había aconsejado el Cónsul Rasmussen con el objeto de ampliar allí sus estudios sobre la ciencia Rosa-Cruz; si bien Bernardo estaba obligado a guardar sigilo de muchos de los secretos y comunicaciones del maestro Rasmussen, otros podían servir de motivo de conversación, después, entre la pareja. Cuando llegaban a este tema, eran horas inefables. Se sentían transportados al espacio, y convivían con los hermanos mayores, en aquellas esferas. Teóricamente, ya sabían cómo dar el paso —que para la humanidad es tan siniestro— de la muerte; pero Bernardo necesitaba iniciarse, para poder llevar a la práctica tan hermosas teorías aprendidas. Rasmussen habíale ofrecido darle instrucciones precisas para su viaje a Barcelona y su iniciación en la montaña de Montserrat.

Encontró a la ciega sentada en el jardín en una silla, haciendo labores de mano.

Estando aun a veinte pasos de distancia, ya recibió los saludos de su amada. con el oído atento, y torciendo la cabeza, exclamó:

—¡Bernardo..., Bernardo! Está bien que vengas, justamente estaba pensando en ti.

—¿Es verdad, Elsa? Fue seguramente una excepción.

Pero Elsa iba poniéndose visiblemente más triste cada vez, pues no podía resignarse a tener que pasar semanas enteras sin la presencia de Bernardo. De pronto, extendiendo el brazo en el aire, buscó su mano.

Bernardo que había comprendido su movimiento, vino en su ayuda. Pero luego ya vio que a Elsa se le saltaban las lágrimas. sujetándolo convulsivamente, dijo ella:

—Bernardo, Bernardo mío, no debes dejarme sola; ¡yo te amo!

Bernardo quedó completamente sorprendido del arranque sentimental de Elsa, sintiéndose invadido de una compasión profunda hacia ella. Lleno de ternura llevó su mano de alabastro, en la que se distinguían venas azules, a sus labios. Ella se sintió dominada de una profunda felicidad, y un intenso calor le llegó hasta la frente.

—¡Niña mía! Yo estoy siempre contigo, aun cuando esté lejos de ti. ¿No sabes eso?

Él contempló su cara ardiente, sobre la que las pestañas oscuras yacían como velos de luto, y se sintió dominado de un sentimiento de dolor. Involuntariamente tuvo que pensar en las estrellas brillantes de Elfrida, que en aquella noche le habían sonreído tan llenas de promesas. ¡Ay! ¿Por qué faltaba a la carita de Elsa este brillo? ¿Por qué sus estrellas debían quedar sumergidas en noche eterna?

—¡Elsa querida! —prorrumpió en su dolor—. Yo parto para lograr estudios que aquí no me pueden enseñar. Tú eres la blanca flor por la que vivo y muero. Si no es permitido traerte la luz como te lo prometí, la vida no tiene, para mí, valor alguno —

dijo él, abrazándola dulcemente.

Elsa bajó la cabeza y unas lágrimas, como nacidas de una santa revelación, humedecieron las rosas en su seno. Bernardo vio cómo su pecho de color de marfil subía y bajaba de emoción. Entonces alzó su barba y besó las perlas húmedas que pendían de sus pestañas, haciéndolas desaparecer. Fue el primer beso que la pareja se daba. Desde el jardín llegaba el regocijo de las aves y el chirriar de un grillo. Elsa no oía nada. En sí misma había tan poderoso zumbido y campanilleo y canto, que dominaba todo lo demás. En su corazón había brotado el amor, cual un despertar de primavera.

—¡Si tú pudieras verme! —exclamó él—, ¡qué feliz sería yo!

Una dolorosa sonrisa pasó por el semblante de ella.

—¿Quién te dice que no te veo? Yo te veo por medio de tu alma que habla conmigo.

El acento de tu voz me revela tu imagen. ¡Tu voz es tan suave y flexible, y, no obstante, llena de vigor...! Según eso, tu exterior tiene que ser muy hermoso. Y, cosa curiosa; a veces te veo verdaderamente, y ahora se presenta tu imagen con toda claridad ante mi alma. Cómo sucede esto, yo mismo no lo sé. Es tan precisa, que podría dibujarla como las rosas y otras flores. dime: ¿No llevas hoy un traje gris?

—Efectivamente —confirmó él—. ¿Cómo es posible que lo veas?

—Veo tu rubio cabello que hoy se levanta en rizos insubordinados.

—Sí, sí; muy cierto.

—Y tu nariz, tan recta y hermosa.

—Por cierto, recta lo es, y no puede ser fea, si tú lo dices.

De pronto se ofuscaron sus facciones y horrorizada se levantó, exclamando:

—¡Oh, veo un gran peligro para ti! Bernardo, te lo suplico; no te vayas.

—Espero que en este respecto seas una profetisa falsa.

Notábase cierta seriedad en su voz, por más que trataba de dar a sus palabras un aire de broma.

Pero luego volvió Elisa a exclamar en alta voz, cubriendo su cara con ambas manos:

—¡No quiero ver nada! ¡No quiero ver nada! ¡Dios mío! ¡Eso sí que no! ¡Eso no!

Luego se puso a temblar con todo su cuerpo. Su cara estaba desencajada y su respiración era jadeante.

—¡Oh, qué terrible es todo esto!

Tenía que haber visto un cuadro espantoso. Bernardo se sintió tan conmovido, que no pudo proferir palabra alguna. Silencioso la tomó del brazo y la condujo hacia el jardín.

El sol poniente fulguraba en un rojo sangriento en el cielo. No se sentía el menor aleteo de aire. Bajo su luz dorada caminaban los dos por los caminos circundados de flores del jardín.

—¡Elsa amada! —con estas palabras interrumpió el silencio—. Estamos solos y no sé lo que los próximos días nos aportarán; si tendré otra vez ocasión y tiempo de hablar a solas contigo. Por consiguiente, prométeme una cosa Elsa. No debes entregarte ya tanto a estas cosas místicas.

Elsa que aun se hallaba bajo la impresión dominante de lo que acababa de ver, le escuchaba admirada.

—Yo no puedo hacer nada en pro ni en contra, y además doy gracias a Dios, que en medio de mi permanente tenebrosidad, me concede momentos de esta visualidad espiritual.

—Bueno. Entonces prométeme que guando veas algo que te asuste, no te preocuparás por ello.

—Muy bien. Te lo prometo.

-—Perfectamente. No olvides que en pensamiento estoy siempre contigo, y conserva siempre la fe en que, cuando regrese, haré todo lo posible para darte la vista, y que tengo que lograrlo. Cree en ello, Elsa, lo mismo que crees en Dios. Y luego te pediré,.en cambio, como esposa mía. Quiero poseer mi obra y guardarte como mi joya más preciosa, hasta el fin de mi vida.

—¿Y si no lo lograras? —preguntó ella en voz baja.

—Tengo que lograrlo.

—Pero, ¿y si no lo llegas a lograr? ¿Seguirás pretendiéndome aún como a tu mujer?

¿A la pobre ciega?

Su corazón latíale hasta el cuello, al hacer esta pregunta y hubo una pausa. Él volvió a pensar en los risueños ojos pardos de Elfrida en que brillaban ardores tan fugaces.

—¿Por qué no me contestas? —insistió Elsa compungida.

—Porque leo la duda de tu pregunta.

—No, yo no dudo de tu saber, y aun menos de tu voluntad, pero yo sé que aun los más grandes exploradores han buscado inútilmente la solución de su problema, hasta que la muerte los sorprendió en ello. También a ti podría ocurrirte igual.

—Fácil no lo es —objetó él, algo contrariado por las dudas de Elsa.

—No, no lo es. Así, pues, esperare hasta que hayas conseguido la gran obra.

—Yo ya quisiera acceder inmediatamente a tu ruego, pero me parece como si con ello me viera trabado en mi afán explorador, puesto que ya tendría la recompensa por anticipado. Así, en cambio, me estimula doblemente a conquistar la joya, por medio de un esfuerzo incansable, y creo que tendré razón.

—Sí, seguramente la tendrás —replicóle Elsa con un cierto tono de amargura.

—¡Querida mía! ¡Sé prudente! —contestóle Bernardo, a quien no se le había escapado el vibrar de su voz—. Tú sabes muy bien que eres lo más precioso que tengo. Mis aspiraciones y mi vida tuyas son.

La atrajo hacia sí y selló esta promesa sosegada, nuevamente con un largo y cálido beso.

En este mismo momento se acercó la señora Kersen, rápidamente, desde un camino lateral. Había visto a los dos desde lejos y estaba a punto de llamarlos al emparrado, en donde la cena ya estaba servida. Su frente estaba llena de arrugas y sus ojos contemplaban asustados a su hija. Luego, se posaron casi amenazantes sobre Bernardo. Quería hablar, pero parecía como si no hallara palabras sobre lo que acababa de ver. por fin y con acento amargamente serio exclamó:

—¡Bernardo! ¡Venga usted! Tengo que hablarle.

Sin proferir una palabra más, tomo a Elsa de la mano y condujo a su hija a un banco que se hallaba a lo largo de la casa.

—Espérate aquí hasta que vuelva —le dijo.

Cuando hubo llegado con Bernardo al cuarto, cerró primero las ventanas, para que no pudiera pasar ninguna palabra de lo que tenia que decir al joven.

—Ya veo, Bernardo —empezó con acento doloroso—, qué desgraciadamente ha ocurrido lo que yo me figuraba.

Bernardo, inconsciente de agravio alguno, insinuó:

—Permítame usted, señora Kersen, estoy totalmente confundido. Yo no sé de verdad...

—...Déjese de disculpas, se lo suplico —interrumpióle ella—. Usted ha abusado de mi confianza, haciendo concebir falsas ilusiones a mi pobre hija. Bien tiene que decirse que ha obrado sin conciencia con su deslealtad hacia esta pobre ya tan desgraciada, haciéndola más desgraciada aún, pues usted sabe tan bien como yo, que en un matrimonio jamás hay que pensar.

La señora Kersen solo le indicó que había tenido una entrevista con su madrastra.

bernardo quería replicar, pero ella le cortó la palabra:

—No bastaba ya con que su señora madre me ofendiera con inculpaciones ignominiosas; también usted me ofende, pues mi hija no es ningún juguete para usted —dijo ásperamente—. Me sabe muy mal que justamente ahora, que está usted en vísperas de su examen y su partida, tenga que prohibirle la entrada en mi casa.

Bernardo había empalidecido hasta los labios.

—El honor me lo impone —prosiguió ella—, pues como mujer que está sola, tengo que evitar toda sospecha; y más, por lo que respecta a mi hija. Usted bien lo sabe, el honor de una mujer es como un espejo: un soplo y queda empañado.

Llena de emoción, vio su cara llena de espanto. Un sufrimiento sordo se expresaba en sus ojos.

—Señora Kersen, por favor: permítame una palabra tan solo.

—Hable usted.

—Espero que no habré descendido tanto en su consideración, que ya no pueda dar fe a mis palabras.

Y viendo que ella callaba, prosiguió:

—Usted sólo ha visto, estimada señora Kersen, que yo abrazaba a Elsa y le daba un beso. Esto me degrada ante sus ojos como un hombre frívolo. Y efectivamente, si esto hubiera ocurrido con intención sensual, tendría usted mucha razón. Pero siento profundamente que no haya usted oído la conversación que antes sostuvimos, pues creo que entonces hubiera usted sido más indulgente conmigo. Desde hoy me considero como prometido de su hija. Yo no me casaré jamás con otra que Elsa, venga lo que quiera.

La señora Kersen quería entrar en objeciones; pero Bernardo, imperturbable, prosiguió:

—Y ningún poder del mundo podrá hacerme cambiar de parecer. Solo una cosa he jurado a Elsa; esto es; no pretenderla como esposa mía, sino después de haber logrado que pueda ver.

—¡Pobre hija mía! —dijo la señora Kersen, sonriendo amargamente—. ¡Entonces no se casará nunca!

—Pues sí señora —respondió Bernardo, lleno de confianza—. Yo quiero estudiar el caso y espero que su hermano me ayudara en ello.

Una sonrisa incrédula deslizóse rápidamente por el semblante de la señora Kersen, al decir enseguida en tono serio:

—Yo, naturalmente, nada puedo objetar contra su voluntad, pero lo que sí tengo que exigir, es que desde ahora se mantenga usted alejado de Elsa; y, en lo que se refiere a los espons ales, usted seguramente convendrá conmigo, en el punto en que está.

Espero que juzgará usted mi conducta debidamente y que nos separaremos. Y alargándole la mano, prosiguió: Realmente, no puedo ni debo obrar de otro modo. No solo tengo que causar una pena enorme a mi hija, sino que también quiero el bien de usted, pues su vida no está hecha para ligarse a una ciega. Por de pronto, está usted aún en la edad que todo lo puede (en que nada es irrealizable, que no conoce obstáculos de ninguna clase), pero después y a medida que vaya entrando en años y pueda distinguir el amor verdadero de la compasión, entonces, si no ha cambiado usted de parecer, me será muy bien venido como yerno, como hijo querido.

Al pronunciar estas palabras, volvió a estrecharle la mano en testimonio de perdón, y él correspondió con solemnidad.

—Mucho le agradezco la noble opinión que de mí tiene. Yo no puedo ni quiero contestarle más que asegurarle que Elsa será, para mí, siempre, el acicate de mi vida, hasta que haya logrado mi objetivo. Y ahora permítame usted, señora Kersen, que me despida de usted, igualmente que de Elsa. Quizás será por largo tiempo, puesto que primero nos separará mi viaje, y luego tengo que corresponder a sus deseos.

E inclinándose, besó respetuosamente la mano endurecida por el trabajo, de la señora Kersen. Luego se dirigió al jardín para despedirse de Elsa. Pero, ¿qué era aquello?... El banco estaba vacío. Se fue al pabellón que tan bien conocía, pero tampoco estaba. fuése entonces siguiendo el camino, pero no se la veía en ninguna parte.

La señora Kersen salió también de la casa, y se puso a buscar a Elsa, pero todo fue en vano. La llamaron en altas voces. La buscaron dentro y fuera de la casa. Por último, fueron acompañados también por algunos vecinos. Pero todas sus llamadas resultaron inútiles.

La señora Kersen estaba completamente desconcertada. ¿Dónde podía hallarse su hija? Seguramente se había marchado por sí sola y había equivocado el camino, y, en su ceguedad, seguramente se había extraviado.

—Allí, ¡oh, Dios misericordioso! ¿No se habrá ido al puente? —reflexionó ella de pronto—. Entonces de habrá caído al río y se ha ahogado.

—¡Corred al puente, al puente! ¡Mi hija se ha caído al río! —gritó la señora Kersen, con voz penetrante, que se oía hasta muy lejos.

Bernardo, cuya frente se había cubierto de un sudor frío a causa del terror que sintió, corrió a más correr y pronto alcanzó el puente. Una mirada, un salto, y cuando la señora Kersen llegó lamentándose grandemente, él ya tenía a Elsa en sus vigorosos brazos y marchaba con ella hacia la próxima orilla. Efectivamente, bajo la impresión de su acceso sonanmbúlico, Elsa había abandonado su lugar como soñando, llegando así al camino que conduce al puente, y, a causa de un mal paso, se había caído al agua. Gracias a Dios, Bernardo había llegado a tiempo, en el momento preciso.

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