CAPITULO 10

Se trataba de un concierto de ópera, y se oía con tanta fidelidad que inclusive identificaba no solo el quedo cuchicheo de las damas vecinas al que grababa, sino el ruido que producen sus vestidos al acomodarse en sus asientos y el crujir apenas perceptible de las finas tarlatanas.

 Lo que se desarrollaba en el escenario era en un idioma extranjero y desconocido para mi y no sabría a ciencia cierta de qué ópera se trataba.

 Resultaba verdaderamente sorprendente la fidelidad con que se oye todo en estas salas.

 En otra butaca se estaban reproduciendo los ruidos característicos de un gran incendio, indudablemente era en un bosque y de proporciones devastadoras.

 Así era el crepitar de las llamas, el estruendo aterrador de un gigantesco árbol, que, en su caída, arrastra desgajando ramas a lo que encuentra en su paso y finalmente el golpe seco, sordo, impresionante, con increíble realidad.

 Se sentían ondas de intenso calor, que se desparramaban en todas direcciones y con ellas nuevas extensiones que empezaban a arder, multiplicándose y aumentando el radio del incendio.

 Esta escena estaba siendo tomada de seguro desde una nave a gran altura y el incendio se estaba produciendo en un bosque vigilado, porque con rapidez asombrosa pasaba de lo indomable del fuego a los lugares donde individuos especializados, con la calma característica del que está habituado a estos menesteres, cumplen sin violentarse y sin precipitarse su cometido.

 Se oyen las órdenes, dadas por radio indudablemente, con toda parsimonia, como quien está dando consejos.

 Pasa luego de dar órdenes a pedir refuerzos.

 Enseguida la toma cambia de lugar.

 Ahora es una banda de aves; acto seguido se oye el ruido inconfundible que producen grandes grupos de pequeños animales que huyen despavoridos tratando de poner espacio de por medio en pos de un refugio seguro.

 Por eso digo que estas escenas están tomadas a gran altura desde donde se pueden dominar extensiones grandísimas.

 Oí, por ejemplo, en otra de las filas algo que indudablemente era también un incendio; pero ahora quizá ocurría en una zona comercial con adelantos modernos.

 Se oía claramente la gritería ensordecedora, carreras desenfrenadas sin orden ni concierto, propias de las gentes cuando el pánico hace presa en ellas.

 Luego tiros disparados contra alguien que no obedecía, porque se oían silbatazos de policias.

 El ulular de las sirenas de los carros de bomberos, las frenadas de los mismos, gritos entre ellos dando órdenes; el arrastrar de mangueras, el ruido metálico de las conexiones en las tomas de agua, el choque de los potentes chorros contra los muros incendiados, el ruido de estos al desplomarse, el clamor sordo de la multitud expectante contenida en el área del incendio.

 Con facilidad se distinguían hasta los comentarios de la gente, todo esto en idiomas que me son familiares, aunque no sabría decir con precisión a qué raza de nuestro mundo pertenecían.

 También oí el ruido aterrador de un huracán, que materialmente barría con todo lo que encontraba a su paso, el ruido de piedras rodando en pendientes profundas, el choque de unas contra otras haciéndose pedazos y multiplicándose los ruidos.

 Árboles arrancados de cuajo y lanzados a distancia, el silbido escalofriante del viento, el avance de grandes torrentes de agua al salirse del cauce de un caudaloso río, y de cuando en cuando el bramido desesperado de alguna bestia atrapada o el chapoteo desesperado de algún animal en peligro de ahogarse.

 Todo visto tan solo con los ojos de la imaginación.

 Más de una vez me quité la venda con que cubría mis ojos, para asegurarme que solo eran sonidos los que estaba oyendo y estos estaban muy lejos de la realidad que imaginaba.

 Todo esto en una sola sala, en la que bastaba cambiar de fila y ocupar uno o dos asientos más adelante o atrás para encontrar variación de espectáculo imaginativo.

 Lo más sorprendente de todo es que, aunque una butaca esté vacía, no sale de ella nada de lo que se oye cuando uno la está ocupando.

 Uno de los ruidos que más gustó a aquella gente, es el que reproduce el de nuestros mares, pues esas filas, generalmente están ocupadas, pero pude ganar una de aquellas butacas en cuanto la dejaron, y podría decir que también a mí me gustó.

 Se trataba de algo característico, a lo que le podríamos llamar sinfonía del mar.

 Se adivina que el primer escenario es un puerto marítimo, y debe ser de mucha importancia.

 Se adivina también que es una mañana cubierta de neblina.

 Comienza el ruido de las cadenas, característico del que se produce al recobrar las anclas.

 Por momentos lo amortigua el golpear de las olas en los costados del barco.

 Luego voces de mando ampliadas por el uso de los megáfonos, carreras de individuos puestos para cumplir las órdenes, rechinar de cables al tensarse entre el barco y los remolcadores.

 Cada vez el número de ruidos aumenta.

 Ahora se suman la sirena del barco, al parecer gigantesco, y los pitazos de prevención de los remolcadores.

 Ahora surgen gritos desesperados de bisoños marinero, contrastando con las voces de mando de capitanes maduros desde sus respectivos puestos de mando.

 Luego viene el ruido producido por las máquinas al empezar a levantar presión en las calderas, y finalmente el golpear de las palancas de control.

 Resultaba tan fácil identificar estos sonidos que experimentaban la sensación de estar a bordo, observando todas las maniobras preliminares a la salida del puerto de una gran embarcación.

 Luego la toma pasa a los muelles, indudablemente ya entrada la mañana.

 Carreras de trabajadores, saludando a gritos a sus compañeros, o comentando también a grandes voces sus aventuras de la noche anterior; rodar de carretillas, golpear de bultos al ser descargados; rechinar de cables de acero moviendo las canastillas de gigantescas grúas y el vocerío aumentaban por momentos hasta convertirse aquello en un pandemonium.

 Ahora la toma se mueve hacia una zona de balnearios.

 Empieza recogiendo el rugir de los motores de algunas lanchas empeñadas en una competencia, luego se oye el zumbar de algún avión que cruza cerca; de nuevo motores de lanchas, ahora remolcando esquíes acuáticos; se siente el aliento de la persona que guía el esquí, y hasta se puede diferenciar, por el sonido, cuál estela pertenece a la lancha y cuál al esquí.

 Nos acercamos a un grupo de bañistas; se oyen chapotear en el agua y sus gritos al ser arrastrados por alguna ola.

 Luego viene un grupo de niños, con sus gritos jubilosos e inconfundibles, sus carreras, sus guerras con agua o con arena, sus protestas, y luego sus llantos.

 Finalmente los gritos autoritarios de sus padres poniendo orden en el desaguisado.

 Ahora estamos sobre una playa, ayuna de ruidos humanos; las olas rompen en los acantilados estrepitosamente; luego cambia a un lugar sin barreras, donde mueren lentamente rodando sobre la arena.

 Zumba el viento con fuerza entre las palmeras y enormes bandadas de gaviotas buscan refugio tierra adentro, chillando clamorosamente.

 Nos internamos en el mar abierto.

 El viento sigue zumbando, ahora con más fuerza; las olas aumentan de tamaño; se oyen allá lejos romper en los acantilados.

 Indudablemente es una tempestad, pero nosotros nos alejamos, buscando un lugar apacible, y lo encontramos.

 Estamos oyendo el suave deslizamiento de pequeños peces.

 Distinguimos con facilidad las dimensiones del pez por la fuerza con que impulsan el batir de sus aletas en el agua.

 Seguimos adelante.

 Ahora es un grupo de peces voladores.

 Se sienten en el momento que salen impulsados del agua para caer adelante en acción continua y acompasada.

 Luego llega la pesca de algún pez de buen tamaño, la lucha de este por librarse del anzuelo, golpeando con estrépito el agua, el chillar del sedal al ser recogido en el carretel, los resoplidos del anónimo pescador por el esfuerzo desarrollado y finalmente un grito de desaliento o desilusión al escaparse la presa.

 Seguimos moviéndonos en busca de novedades.

 Ahora algo que he visto debe ser verdaderamente impresionante: la pesca de una ballena.

 Un verdadero huracán a flor de agua.

 Un disparo a bordo de una lancha; silba en el aire un arpón, el rápido tirón del cable poniendo en movimiento súbito a los carreteles que lo contienen y el blanco certero en el cuerpo del animal; el arrancón de este al sentirse herido, arrastrando la lancha y a sus intrépidos tripulantes.

 Momentos de expectación.

 Es tan real lo que oigo que siento temor por la vida de los pescadores y presiento un desenlace fatal.

 El animal se hunde en su desesperación por salvarse del hierro que le está quitando la vida.

 Finalmente el triunfo del hombre sobre el animal, gritos de júbilo que no dejan lugar a dudas: la presa fue rendida por la inteligencia del hombre.

 Ahora la van remolcando lenta y pesadamente hasta el barco nodriza.

 El ajetreo es endemoniado: ruidos de caderas, silbar de chorros de vapor o aire a presión, golpear de gigantescas cuchillas y zumbar de sirenas en loca carrera contra el tiempo el inconfundible hervor en descomunales calderas y finalmente torrentes de agua barriendo las cubiertas.

 Esta forma de diversión sí me gustó, y creo que gasté en ella más del tiempo que teníamos libre, porque iba a cambiar de fila buscando más sonidos diferentes a los que pudiera identificar, pues me parecía estar en un concurso, cuando mis amigos me hablaron porque ya habíamos sido llamados a la nave.

 Íbamos saliendo cuando vi que entre dos hombres sacaban de una butaca a un individuo y lo depositaban en una abertura incrustada en la pared.

 Algo me dio la impresión de que lo amortajaban en un ataúd.

 Para no quedarme con la duda pregunté a mis amigos de qué se trataba.

 Me explicaron que como ellos no tienen cementerios acuden a medios más científicos para deshacerse de las personas que se van muriendo, que aunque hay lugares de reclusión para ancianos donde se reconcentran cuando se sienten demasiado viejos, se da con frecuencia el caso de que en cualquier edificio, y hasta en plena calle un individuo muera.

 Por lo tanto, es obligación que las personas que estén más cerca de la víctima que la depositen en el aparato desintegrador más cercano.

 No era otra cosa el lugar donde vi que metían aquel cuerpo al parecer sin vida.

 Mis amigos me explicaron que no hay edificio que no tenga uno de estos aparatos en cada piso y resulta tan importante que inclusive las camas en los edificios dormitorios contaban con un avisador que daba la alarma cuando un individuo pasaba determinado tiempo sin moverse.

 Cuando esto sucedía acudían al lugar personas especializadas que se encargaban de la operación.

 Les pregunté si no se daba el caso de que a una persona con vida la desintegraran y me contestaron que esto no sucedía pues era tan perfecto aquello que, mientras la persona depositada contara con vida, nada le pasaba; que sucedía con frecuencia que saliera del desintegrador un individuo a quien creyeran muerto que solo padecía algún mal; pero que esto le servía de aviso para que se alojara en un centro de reclusión donde lo atenderían de su enfermedad.

 Mis amigos me advirtieron que era probable que ya fuéramos a partir; pero que, si esto no sucedía de todos modos dormiríamos en la nave que nos había transportado y que allí mismo comeríamos pues ya era tiempo de hacerlo.

 Así que subimos a la azotea para abordar una de aquellas fantásticas naves esféricas, que volando las ve uno como gigantescos globos; pero cuando va uno en ellas y se da cuenta de la velocidad que alcanzan se aterroriza, pues da la impresión de que solo es una bola de cristal que de un momento a otro se estrellará contra otra nave, haciéndose añicos.

 En esta incursión y volando en la nave esférica en aquel lejano mundo, vi allá abajo, en una remota calle, una serie de esbeltas y gigantescas ruedas al parecer planas; iban arrastradas o formaban parte de una máquina rara.

 Pregunté a los amigos qué era aquello y por toda contestación uno de ellos tomó un micrófono cercano y ordenó algo al tripulante de la nave.

 Disminuyó esta la velocidad, giró en espiral perdiendo altura y fue a colocarse unos metros adelante del raro aparejo.

 Aún a pocos metros me siguieron pareciendo ruedas planas enormes y de un color amarillo.

 Incapaz de adivinar de qué se trataba, lo pregunté.

 Entonces me explicaron que solo era una máquina que iba tendiendo un piso metálico.

 Delante de dicha máquina el piso era de color marrón oscuro y se veía de superficie burda, como una especie de concreto.

 En la máquina los rollos de metal laminado, que no eran otra cosa las enormes ruedas, estaban espaciadas unas de otras, un metro aproximadamente, y la función de la máquina era pulir el piso, abrir una cuna o canal y ya preparado el piso de esta manera, iba depositando en su lugar aquellas cintas metálicas que son de aproximadamente doce pulgadas de ancho y su función es convertirse en conductores de la fuerza que usan los vehículos.

 Aterrizamos en una azotea, enfrente del edificio donde estaba nuestra nave.

 Tomamos el elevador y fuimos a parar al sótano.

 Allí tomamos un conducto subterráneo para atravesar la calle y llegar al otro edificio, para abordar de nuevo el elevador y llegar a la azotea, bajo la panza de nuestra acogedora nave.

 Buscando qué platicar se me ocurrió preguntarles algo acerca de sus gentes que me había llamado la atención.

 No había descubierto a una sola persona que adoleciera de algún defecto físico, y vino a mi imaginación que, si en nuestro mundo se usara una ropa como la que se usa allí, que va materialmente unida al cuerpo, cómo aparecerían nuestros congéneres, tan feos y desproporcionados como somos con semejantes barrigas, piernas hinchadas, hombros caídos y espaldas encorvadas, pues sería como para morirse de risa.

 Me explicaron que el desarrollo físico de su gente la controlan desde los laboratorios donde se preparan los alimentos, resultando estos perfectamente balanceados y fácilmente de digerir, no padeciendo jamás de enfermedades producidas por la mala digestión, producto a su vez de la deficiente masticación y de la ingerencia en demasía de líquidos, que tienden a aumentar el volumen de los estómagos y a desproporcionar los intestinos irritados por el esfuerzo.

 En la nave la cabina de controles estaba a media luz y solo había uno de los individuos de los que formaban la dotación.

 Al parecer mis amigos eran superiores a él en jerarquía, porque fue éste el encargado de servirnos Después de comer, el mismo individuo convirtió los sillones en camas y procedimos a acostarnos.

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